El Protocolo de Kioto cumple 25 años luchando contra los gases de efecto invernadero

El 11 de diciembre de 1997, la ciudad japonesa de Kioto, capital del shogunato durante más de mil años, acogió la firma del tratado que dio a conocer los peligros del gas de efecto invernadero más potente, el CO2: el nombre del principal enemigo de la humanidad en una guerra contra el cambio climático que lleva un cuarto de siglo en desarrollo.

 

De esta forma, el Protocolo de Kioto se convirtió en el primer acuerdo internacional que puso nombre a los gases de efecto invernadero más potentes, con el CO2 a la cabeza, pero seguido de cerca por elementos como el metano (CH4), y compuestos como el óxido nitroso (N2O), los hidrofluorocarbonos (HFC), los perfluorocarbonos (PFC) y el hexafluoruro de azufre (SF6).

 

Uno de los éxitos de Kioto fue precisamente identificar el causante inmediato de la mayor crisis que afronta la humanidad como especie gracias a esta nomenclatura química que es muy conocida por el gran público a día de hoy.

 

Sin embargo, para la organización Ecologistas en Acción su objetivo fue de “corto alcance” ya que “planteó solamente una reducción del 5 % de las emisiones de los países más desarrollados sobre el nivel de emisiones de 1990”.

 

Además, la negativa de Estados Unidos a cumplirlo dejó fuera a “uno de los principales causantes mundiales del cambio climático”, cuyas emisiones “representan un tercio del total”.

 

Según los ecologistas, otro de los puntos débiles del tratado fue que su eficacia ambiental se vio mermada “considerablemente” por la introducción de vías para que los países puedan “apuntarse” reducciones que no se realizan en su territorio, en referencia al comercio de emisiones.

 

Estos “mecanismos de flexibilidiad” facilitan la compra directa de cuotas de CO2 mediante inversiones en terceros países para que éstos emitan menos.

 

Aunque estos procedimientos pueden ofrecer a los países menos industrializados el acceso a tecnologías más eficientes, los ambientalistas advierten que también pueden convertirse en “medios de reducción barata” para que los más industrializados retrasen las transformaciones de sus propias economías.

 

Un cuarto de siglo después, se siguen acumulando las evidencias científicas de la extensión del cambio climático y se han afianzado las previsiones climáticas para este siglo, especialmente graves en el cinturón ecuatorial, donde habita gran parte de la población más pobre del mundo, pero también en las zonas mediterráneas, como España.

 

Estos hechos advierten de la necesidad urgente de abordar mayores reducciones de CO2, ya que en 2022 la tendencia mundial es de crecimiento de las emisiones, en parte debido a que países fuertemente industrializados pero aún considerados en vías de desarrollo, como la India y China, aluden a la “seguridad energética” para no abandonar el uso masivo del carbón.

 

Con este argumento, ambos países torpedearon en el último minuto un acuerdo más ambicioso en la COP26 de Glasgow (R.Unido) de 2021, además de que la ausencia de sus líderes en la última cumbre del clima, la COP27 de Sharm El Seij (Egipto), también ha devaluado este foro en el que la implicación de los gigantes económicos asiáticos resulta clave.

 

Veinticinco años después, el protocolo de Kioto es “papel mojado” eclipsado por el Acuerdo de París, el mayor logro ambiental de la comunidad internacional, que fijó los 2 grados celsius como límite del aumento de la temperatura mundial, y proseguir los esfuerzos para consolidar el incremento en 1,5 grados, en el mejor de los escenarios.

 

De hecho, el futuro no es muy alentador, ya que para cumplir con París “las emisiones tendrán que reducirse un 45 % más de lo previsto para 2030”, según el último informe sobre la Brecha de Emisiones de la ONU, que alerta de que la Tierra se encamina a un aumento térmico de 2,8 grados respecto a la era preindustrial.

 

De esta forma, las ambiciones climáticas se topan de lleno con la realidad del clima mundial, ya que según Naciones Unidas aún “no se ha trazado un camino creíble para limitar la subida de las temperaturas a 1.5 grados”, una meta que marcará el punto de inflexión de la guerra de la humanidad contra el cambio climático.

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